Friday, May 26, 2006

FELICITATS EN ELS TEUS 70 ANYS

Una nombrosa colla d'amics et volem felicitar en els teus 70 anys, el dia 30 de maig.
De moment posem al teu blog el text sobre els intel·lectuals i sobre tu en concret que va preparar Juan Ramón Capella el dia de la teva jubilació.

La responsabilidad de los intelectuales
en homenaje a Mª Rosa Borràs




Agradezco mucho que se me haya permitido participar en este acto de homenaje.

Empezaré aludiendo a la concepción liberal del individuo autónomo, que la doctrina política liberal clásica concibe como un propietario de la propia persona y de las propias capacidades

Esta concepción produce la representación intelectual de los “individuos” autónomos modernos; esto es, una manera de concebirnos a nosotros mismos. Incluso en un nivel prepolítico: incluso bajo sistemas políticos no democráticos, los modernos nos consideramos seres libres (aunque en ese caso nuestros derechos de libertad no sean reconocidos).

Pero esa concepción a que me refiero también incluye la idea de que los individuos autónomos, propietarios de su persona y sus capacidades, no deben nada por ellas a la sociedad.

Esto es una falsa representación. Las personas debemos a la sociedad que nos preexiste todos los componentes no sólo de nuestra propia existencia —no llegaríamos a sobrevivir al nacer de no ser por los cuidados ajenos—, sino también de nuestra socialización: le debemos desde el lenguaje y la lengua a las raíces de clase, culturales; o, también, la socialización en papeles de género determinados, etc.. Y también debemos a la sociedad que nos preexiste nuestra ubicación en el mundo social, a través de nuestras familias. Le debemos a la sociedad preexistente los bienes de todo tipo de que hemos gozado desde nuestra infancia: no sólo las cosas; también los conceptos.

Todas las personas, de cualquier condición, cargamos con una deuda con la sociedad que nos preexiste. Esa deuda está en la base de nuestros deberes cívicos.

Es cierto, obviamente, que nuestros variables, cambiantes, bienes personales (y está claro que en este orden de cosas los patrimoniales no son los más importantes) son resultado de la interacción de nuestra dotación social inicial con nuestra propia actividad como personas que disponen también de un ámbito de autonomía. Nuestra dotación personal es también en parte resultado de nuestro juicio y nuestra acción, de nuestras posiblidades de opción en sociedades como la nuestra, relativamente abiertas y móviles (una posibilidad que no tienen los seres humanos en sociedades cerradas y sin movilidad).

Pero no podemos olvidar que nuestras dotaciones “originarias”, de las que no somos responsables, son la base desde la cual construimos el sentido de nuestras existencias, ni tampoco, más fundamentalmente, que estas “dotaciones originarias”, de las que en cualquier caso somos deudores, están además desigualmente repartidas en la sociedad.


Una u otra clase social, raza, raíz cultural, papel de génere preasignado, dan a los seres humanos posiciones de partida y capacidades distintas de materialización de proyectos de vida personales.


Es frecuente que en el imaginario colectivo el lado económico de la dotación personal se represente como más importante que todos los demás. Eso es propio de una sociedad en que parece que todo puede ser una mercancía, y en que casi todo lo es.

Sin embargo hay bienes que no coinciden con la riqueza entendida en términos crematísticos. Son lo que podríamos llamar dotes culturales; Pierre Bourdieu, un autor apreciado por Mª Rosa Borràs, llama a estos bienes de cultura, metafóricamente, “capital cultural”.

Y, efectivamente, constituyen una parte muy apreciable de los bienes de una persona, como sabemos muy bien quienes tenemos relación con la educación. Hay personas jóvenes que llegan a las instituciones educativas con dotación cultural superior o inferior a la media. En la experiencia cotidiana de los educadores estas desigualdades aparecen como datos punzantes, que constituyen uno de los elementos amargos de la experiencia educativa, sobre todo de la pública.


La distribución desigual de las dotaciones culturales (o el “capital cultural”) en la sociedad resulta particularmente visible para muchas de las personas que se valen de ellas para hacerlas fructificar: éste es el caso de las personas con profesiones que podríamos llamar “intelectuales”.

Las personas que realizan trabajo de naturaleza intelectual saben por fuerza que este tipo de trabajo tiene compensaciones de las que carece el trabajo manual. Es más: tal vez no sería exagerado decir que muchas de las personas que realizan un trabajo de naturaleza intelectual han huido como de la peste del trabajo manual, al menos, del trabajo manual que han podido evitar (hago esta excepción porque no todo ese trabajo resulta evitable, particularmente para las mujeres, a las que el papel de género ha cargado históricamente con el trabajo doméstico). El trabajo de naturaleza intelectual significa una posición de privilegio en la división del trabajo que vivimos. Desarrollar este tipo de trabajo, ¿tiene algún mérito? O, dicho más precisamente, ¿no es una prejuicio social atribuirle un valor especial?



La consciencia del privilegio —respecto de la mayoría de la sociedad— que representa la posibilidad de realizar trabajo de naturaleza intelectual ha llevado a muchas de esas personas a imponerse deberes sociales más allá de la realización de su trabajo propiamente dicho. Si la ciudadanía impone a todos deberes sociales de naturaleza moral —pues todas las personas son deudoras de la sociedad preexistente, una deuda que se paga con la sociedad a lo largo de la vida—, quienes se saben privilegiados en algún aspecto pueden sentir más acusadamente su deber social, cívico, que los demás.


Probablemente por eso los intelectuales (por emplear la denominación que se asignó inicialmente para quienes destacaban significativamente en la realización de este trabajo, pero que se extiende obviamente a toda la categoría de personas que la realizan) han cargado en el siglo XX con particulares deberes cívicos.

El origen de esta historia particular de la intervención cívica de los intelectuales en el siglo XX se remonta cuando menos a Zola: a su papel en el caso Dreyfus, el militar acusado de traicionar a Francia por su condición de judío.

Con el manifiesto de Zola sobre el caso Dreyfus muchas personas de profesiones intelectuales optaron por ser en el ágora pública algo así como “la voz de los que no tiene voz”, o “la voz de lo que no tiene voz”. Se podrían mencionar los casos de André Gide en favor de la innominable, en el período de entreguerras, diversidad sexual. O de Romain Rolland en favor de la experiencia de la revolución de Octubre, de Picasso y Miró en el grito en favor de la República Española, de Chaplin en la lucha precoz contra el nazismo... De tantos escritores y artistas contra la opresión colonial. Los intelectuales destacados, la intelligentsia, como se les llamaba en el período anterior a la Segunda guerra mundial, se presentaron cada vez más como “consciencias críticas de la sociedad”, en unos casos, o como “la voz de los sin voz” en otros. El papel social crítico de los intelectuales ha quedado asociado a los nombres de Jean Paul Sartre, convertido en algo así como la conciencia pública europea, y sobre todo a los nombres de Einstein y Bertrand Russell, oponiéndose al uso militar de la energía nuclear.

A partir de ahí los intelectuales, destacados o no, se convirtieron casi obligadamente, en la segunda mitad del siglo, en firmantes de manifiestos dirigidos a la opinión pública, tratando como Einstein y Russell de poner su prestigio profesional al servicio de las causas que defendían. No puede extrañar que esto se convirtiera para muchos de ellos casi en una obligación, hasta el punto de que Noam Chomski pudo elegir como título de uno de sus libros, justamente —como hago yo para estas palabras—, “La responsabilidad de los intelectuales”



Si nos preguntamos si esta aportación pública de los intelectuales, al margen de su actividad profesional corriente, ha tenido efectos positivos para la sociedad, la respuesta ha de ser sin duda afirmativa. Y podemos mensurarla por el odio y la desconfianza que esa intervención suscitaba entre los partidarios del statu quo social de un mundo profundamente injusto.

Calibra muy bien, ese odio, un hecho, conocido probablemente por todos los presentes, ocurrido en una sala de carácter análogo al de esta en la que nos encontramos ahora: el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, en la inauguración de curso de octubre de 1936: un paraninfo abarrotado de militares y fascistas que coreaban consignas reaccionarias. Miguel de Unamuno, el rector, tuvo el coraje de enfrentarse a ellos y decirles estas o parecidas palabras: “Este es el templo de la sabiduría y yo soy su sumo sacerdote. Lo estáis profanando. Venceréis, porque os sobra la fuerza para ello; pero no convenceréis, porque para convencer es necesaria la razón...” Millán Astray, el jefe de la legión allí presente, reaccionó inmediata y significativamente: “¡Muera la intelligentsia”, gritó (a veces se ha dicho que el grito fue “muera la inteligencia” el intelecto, pero eso es obviamente un error originado por el fascista que narró lo ocurrido). “¡Muera la intelligentsia!”, o sea, “¡Mueran los intelectuales!”, extendiendo la maldición no sólo a Unamuno sino a toda la categoría social.

Ese ‘¡muera!’ del militar que ha traicionado su juramento de fidelidad a las instituciones democráticas está significativamente cargado de odio y desconfianza, un signo de que la actuación pública crítica de los intelectuales cumplía su objetivo. Esa desconfianza y ese odio se manifestarían también en las depuraciones, impuestas por el bando vencedor, de cuantos realizaban tareas de naturaleza intelectual: empezando por los maestros y resiguiendo después todas las funciones públicas donde se realiza este tipo de trabajo.



En las palabras de Unamuno hay una expresión, no obstante, que debería poner en guardia, a pesar de todo, frente a esa función de “conciencia crítica” asumida por los intelectuales. Es la expresión ‘Sumo sacerdote’. Pues, efectivamente, en esa función hay un elemento “sacerdotal”, esto es, hay un papel de intermediación unilateral, y no de representación, respecto de la ausencia de otra voz, de una voz que sencillamente falta.

Quien opta por proponerse como “conciencia crítica” o como “voz de los sin voz” es, por mucho que le asista la razón, alguien que no ha sido designado por nadie para hacer eso. Si su voz se sostiene, si es escuchada, es no sólo debido a la bondad de sus argumentos, sino también, y casi diría que sobre todo, debido a un desequilibrio de la sociedad instituida, que le ha dado “bienes de cultura” o “capital cultural” que a otros les deniega. La función crítica de los intelectuales evidencia un déficit de igualdad, y, por tanto, también de libertad.


Por eso Manuel Sacristán, un maestro de María Rosa Borràs y también mío, y un intelectual de gran altura en Barcelona bajo fraquismo, veía contradictoriamente, y con reservas explícitas, esa función de los intelectuales, y se negó siempre a conceder que éstos pudieran ser por sí mismos agentes significativos del cambio social. Aunque a veces Sacristán se resignaba a ejercer una función “de oficiante” que era necesaria en las condiciones impuestas por aquel régimen, también enseñó, sobre todo, a realizar de otra manera, de una manera distinta y alternativa, el pago de la deuda que los privilegiados en bienes de cultura tienen con los que no lo son.


Esta manera de hacer se puede explicar muy sencillamente.

Consiste, en primer lugar, en desarrollar ante todo un trabajo intelectual —aquel por el que de diversas maneras se le paga— bien hecho, bien realizado; un trabajo materializado con conciencia crítica dirigida en primer lugar a uno mismo. El primer deber es realizar bien el trabajo que se ofrece a la sociedad.

La consciencia autocrítica, por otra parte, facilita mantener un distanciamiento estricto con el carácter circense o, aunque tal vez no sea lo mismo, con el elemento narcisista que suele rodear toda actividad que por su naturaleza tiene implicación pública. La modestia, basada en la consideración de que el trabajo intelectual ha de ser juzgado igual que cualquier otro tipo de trabajo, que todos han de ser juzgados simplemente por su calidad, es la actitud de quienes tienen presente el carácter socialmente privilegiado de este tipo de trabajo

En segundo lugar, hay que mencionar el compromiso político o social. Este compromiso consiste esencialmente, en vez de sustituir a la voz de lo que no tiene voz, o a la voz de los que no tienen voz voz, en trabajar para que esta voces, corales por naturaleza, puedan oirse por sí mismas.

La palabra ‘política’, el compromiso político, hoy, puede incluso sorprender en este contexto. Pues hoy la política, confundida con la gestión de los bienes públicos por los políticos profesionales, connota inevitablemente no sólo servicio público, como debe ser y en tantos casos es, sino también males sociales: ejercicio del dominio de unas personas sobre otras, sectarismo partidista, prepotencia, colusión con el poder económico e incluso corrupción. La política, no obstante, no es sólo esa forma degradada suya tan frecuente hoy, forma que suscita la repugnancia instintiva de tantas personas de buena fe. Es ante todo la realización de actividad instituyente pública, trabajo para alterar y mejorar la sociedad públicamente instituida. Un trabajo sobreañadido al trabajo profesional, que se realiza en común con otros.

En tercer lugar, la manera alternativa de plantearse la actividad intelectual incluye la atención y el respeto por las cosas pequeñas y modestas, pero tan necesarias como las cosas grandes y visibles. No sólo por la necesidad de lo pequeño: también como antídoto del teatro de la intelectualidad que oficia aproblemáticamente como tal.



No puedo biografiar a nuestra compañera y amiga Mª Rosa Borràs, sobre todo porque, en los muchos años que la conozco, ha mostrado voluntad de discreción sobre sí misma; sus cosas son asunto suyo y de nadie más Pero sí quiero esbozar -muy genéricamente, porque a ella no le gustará que lo haga— algunos rasgos de una trayectoria que la revelan en correspondencia con este modelo alternativo de realización consciente, y con todas sus consecuencias, de trabajo de naturaleza intelectual, un trabajo elegido por ella al escuchar el canto de las sirenas e inscribirse en la facultad y en la especialidad de filosofía, a finales de los años cincuenta.

Empezaré refiriéndome a su compromiso político. Todavía en los años cincuenta, siendo una estudiante, Mª Rosa no pudo sustraerse al impulso sentimental y moral, ni tampoco a la necesidad de rigor intelectual, que la llevaban al compromiso político. No es necesario destacar la maduración interior que suponía una decisión así en aquellas circunstancias, ni el valor necesario para afrontar el riesgo que eso implicaba entonces.

La exigencia de rigor intelectual, que a mi juicio es uno de los rasgos del carácter de Mª Rosa más fácilmente perceptibles, no ha sido mencionada al azar: el rigor exige de ella en unas ocasiones evitar los eufemismos o, en una palabra, no dejar de llamar a las cosas por su nombre; en otras, la lleva a no rechazar la duda, siempre inquietante, sino a conservarla y elaborarla cuando es imposible de evitar. En cualquier caso: Mª Rosa se convirtió, con Juliana Joaniquet y Pilar Fibla, en una de las primeras mujeres estudiantes que militaron en la organización universitaria del Partit Socialista Unificat de Catalunya.

No puedo silenciar, ni siquiera en un acto festivo como éste, que el peligro se materializó: el compromiso político comportó una detención, la tortura, la prisión y después el exilio para una persona joven, de veintipocos años. Se dice en pocas palabras; no insistiré. Mª Rosa volvería de Alemania a mediados de los sesenta con el alemán perfectamente aprendido y el dominio de otras tres lenguas diferentes de las familiares, y, sin duda, con muchas horas de lectura filosófica a sus espaldas que evidenciaría años después.

El regreso a Cataluña comportó la renovación de su militancia política; lo que antes era actividad de unos pocos, escasísimos, lo era ahora, gracias al esfuerzo de esos pocos, actividad de una pequeña multitud. En esta actividad tuve la oportunidad de concerla, y ahí revelaba, justamente, la atención y el respeto por las cosas pequeñas y modestas necesarias, a la que me he referido antes: por ejemplo, la atención por las reglas que buscaban la seguridad en la práctica política ilegal. Yo he de agradecerle que me enseñara, entre muchísimas otras cosas, a no poner en peligro a los demás ni a mí mismo. En aquellas tareas desplegaba, por otra parte, un sentido del humor particularmente inventivo, más bien negro, que se situaba en las antípodas del sectarismo que todo grupo clandestino suele segregar. Ésas son pequeñas cosas que, a poco que se repare en ellas, no lo son tanto. Como también que en el “paro forzoso” que supone para una madre llevar adelante a una hija —lo que es todo lo contrario que el “paro”— encontrara tiempo no sólo para militar sino también para un solvente trabajo como traductora, o que, militando, entre tantas urgencias, buscara crear un grupo de estudios de filosofía para militantes.

Tampoco aquí entro en detalles. Sólo quiero destacar que su inteligencia política resultaba tan admirable como su fuerza de voluntad.

Y el trabajo bien hecho. Mª Rosa Borràs, cuando pudo, se volcó en la enseñanza. En la enseñanza pública: ésta realiza, si se me permite decirlo así, el limitado bien menor de promover lo que algunos llaman con optimismo “igualdad de oportunidades” en la distribución de bienes de cultura. Para ella era impensable otra opción. La cátedra de filosofía cayó como un fruto maduro: para una persona cuya cabeza había andado siempre en estas cosas el concurso público no podía representar una dificultad. Supongo que la dificultad real fue enseñar, después, nociones de filosofía a unos alumnos distraídos por un proceso de cambios muy rápido. Más adelante asumió además la dirección de un instituto por sentido de la responsabilidad: alguien debía hacerlo. El mismo sentido de la responsabilidad que la llevó a la inspección de enseñanza, donde la mayoría de los presentes conoce su modo de hacer mejor que yo.

Le faltaba realizar su tesis doctoral, que emprendió cuando tuvo la oportunidad. La elección del tema recayó sobre Kant, uno de los “filósofos mayores”, un clásico, y una verdadera dificultad, pues sobre Kant parece que se ha dicho todo. Optó, sin embargo, por analizar la Crítica del juicio, una obra que aparentemente encaja mal con los otros dos grandes libros de Kant. Mª Rosa realizó en su tesis una reconstrucción muy interesante y renovadora, al leer la Crítica del juicio a través de la categoría de “finalidad”. Creo que esto es un acierto, y —me anticipo a recordar que ella, como es sabido, tiende a quitar importancia a su trabajo— una aportación de auténtico interés en su terreno específico. La categoría de “finalidad” remite al carácter poiético, e inventivo, de la actividad humana; a su sentido, en el significado fuerte de esta palabra. Las páginas doctorales de Mª Rosa Borràs sostienen que Kant no fue incoherente en la Crítica del juicio, suministran una mejor comprensión del sistema filosófico kantiano, le muestran en cierto sentido abierto “abierto”, o con un cierre sistemático que es en realidad una apertura, y, lo más importante de todo, son páginas de renovación de la práctica filosófica.

No puedo dejar de mencionar la participación de Mª Rosa en la nueva vida de la Societat catalana de filosofia, ni tampoco su trabajo más reciente, en el que vuelvo a coincidir con ella, en la revista política y social mentrestant. Su aportación ahí consiste, y sus compañeros esperamos que consistirá, en el trabajo de ensayo y de crítica de la cultura. Escribe, siempre sobre la base de un meticulosa documentación previa (siempre con la mencionada tendencia a quitar importancia a lo que hace), creo yo que por su sentido de la responsabilidad: alguien tiene que hacerlo.

Y como alguien tiene que hacerlo, ella está en ese consejo de redacción; traductora cuando nadie encuentra el tiempo para traducir, dando su opinión cuando lo considera necesario, escribiendo sobre el desquiciado mundo social. Ésa es su manera de entender el trabajo intelectual.

Como esta alusión a unos pocos hechos parciales sólo evocan superficialmente una trayectoria, se me permitirá que lea, para Mª Rosa, un poema de Luis Cernuda, un poeta cuyo centenario se cumple muy pronto. Se titula Las Sirenas, y dice así:



Ninguno ha conocido la lengua en la que cantan las sirenas
Y pocos los que acaso, al oir algún canto a medianoche
(no en el mar, tierra adentro, entre las aguas
de un lago), creyeron ver a una friolenta
y triste surgir como fantasma y entonarles
aquella canción misma que resistiera Ulises.

Cuando la noche acaba, y tiempo ya no hay
a cuanto se esperó en las horas de un día
vuelven los que las vieron; mas la canción quedaba,
filtro, poción de lágrimas, embebida en su espíritu,
y sentían en sí con resonancia honda,
el encanto en el canto de la sirena envejecida.

Escuchado tan bien y con pasión tanta oído,
ya no eran los mismos y otro vivir buscaron,
posesos por el filtro que enfebreció su sangre
¿Una sola canción puede cambiar así una vida?
El canto había cesado, las sirenas callado, y sus ecos.
El que una vez las oye viudo y desolado queda para siempre.


Querida María Rosa: puedes jubilarte como funcionaria; pero de haber oído el canto de las sirenas no te vas a poder jubilar.

.

No comments: